lunes, 18 de octubre de 2010

Follow the leader.

En recientes fechas nos han hecho entender lo difícil que es la situación que actualmente vivimos, no solamente como sociedad o como país, sino globalmente hablando. En todo el mundo hay violencia, destrucción, desastres naturales, juegos de poder, heroes, caudillos y mercenarios. Pero, ¿hemos sido lo suficientemente críticos de nuestra situación individual?

No sé si ustedes lo han hecho, estimados lectores (me sentí Paulo Coelho hablándole a millones, pero me gusta pensar que me leen más de 10) pero yo lo he hecho diario, casi como terapia de desahogo o manda religiosa, y he notado que, a reserva de parecer prejuicioso, semiparanoide o reaccionario, esto ha dado pie a resultados y conclusiones importantes de mi actual modus vivendi.

(Sí, probablemente esto me vaya a funcionar una válvula de escape, así que si no quieren leer mi desahogo pueden cerrar este site y seguir stalkeando a sus ex o viendo porn -o lo que es peor, las novelas-. De lo contrario, lean. Seguramente encontrarán un punto en común entre sus
situaciones y las mias)

El primero de los punto que quiero tocar es el tráfico. Amo y señor de mis tiempos extraescolares y extralaborales, es uno de esos pocos lapsos donde puedo estar en contacto conmigo mismo. Paso en él aproximadamente 3 horas por dia y es en esos momentos donde logro resolver la mayor parte de mis problemas o dudas. Esos pesados, calurosos, hostiles y, sobre todo, constantes lapsos son excelentes para resolver dudas como:

"Ugh, me caga esta canción... no sé por qué la tengo..."
"Creo que ya sé cuál es mi tipo de mujer..."
"Me la vuelo o llego tempra?"
"Le hablo o no?"

O algo que realmente tenga importancia en nuestro futuro, inmediato o lejano.

Lo rico de esto es ver cómo funcionamos cuando algo depende enteramente de nosotros. Evidentemente planteo situaciones comunes y sin mayor relevancia a fin de no hablar de mis propios fantasmas.

El segundo caso: La escuela. Ese templo de 18 hectareas de saber, rodeado de aulas, árboles, Xochimilco, Coapa, San Pablo Mártir y la carretera a Cuernavaca. Al principio me daban ganas de salir corriendo de ese lugar como heroe de película de acción hollywoodense en slow motion mientras explotaba a mis espaldas y el fuego cubría el resto del cuadro. Sin embargo, ahora no estoy tan seguro. Le atribuyo la duda a las delicias que aporta el nuevo horario en el que voy: Menos gente, menos tráfico, maestros con más criterio.

Aunque no puedo negar que mi deseo de terminar es el mismo que hace ya tiempo, si creo que por fin descubrí sus bondades..

El tercer caso: El trabajo. Amado tormento, mal necesario, momento donde realmente vemos si estamos hechos de lo que creemos pues nuestro némesis se manifiesta ahi todos los días, de forma constante y en formatos distintos pero ahí está. Aquí es donde encuentro la fuente de mi amargura, importantemente mayor a la habitual. Este proceso donde uno se vuelvo económicamente activo, cada vez menos dependiente del seno paternal y que da pie a pensar en cosas grandes ha generado en mi ser una especie de síndrome de Estocolmo.

Me quiero ir pero no me quiero ir.

El ambiente no es de mi total agrado, hago cosas que nada tienen que ver con mi carrera (y que, de hecho, dudo que tengan que ver con alguna carrera), está lejos, el lugar es feo y viejo, la gente que ahí trabaja -salvo sus honrosas y contadas excepciones- siente que estar a las orillas de Polanco se le va a quitar lo naco (sin afán de sonar clasista, elitista o mamón. Ocupo la palabra naco apelando a la falta de educación y de traición a los orígenes de dichos entes).

Entonces, ¿qué hago ahí? Probablemente estoy a la espera de un milagro. Ya sea que súbitamente un día ame lo que hago, que cambie de área o que un ente divio baje del cielo y, con un rayo de luz, haga que todo sea mejor. Las 3 situaciones son igualmente (im)probables.
Casi como echar un volado, estoy a la espera de que alguno de esos 3 escenarios se manifieste. ¿Porqué no hago algo por mi lado? Claro, se veía venir esa pregunta. Y tengo respuesta. Claro que estoy haciendo algo. Estoy esperando. Ya me puedo dar ese lujo, ya eché a andar esa máquina y ahora sólo espero que siga funcionando hasta que me de lo que busco.

Sé que mucha gente quisiera estar en mi lugar en este momento, pero yo también quisiera estar en el lugar de mucha gente y no hablo precisamente de estar al frente de una gran empresa, de ser famoso o de tener una casa que valiera más que algún país asiático. Simplemente estar en un lugar donde las cosas te permitan levantarte de buenas y llegar inspirado a tu luar de trabajo. De llegar a un lugar donde te exploten y no lo veas como tal, si no como un reto y motivarte a hacer las cosas que realmente quieres hacer. Ese es un lujo del que actualmente no gozo.

Y, aunque parezca lo contrario, no me quejo. He aprendido mucho, sobre todo de la vida. He visto que la gente tiene no una máscara, sino colecciones enteras de ellas. La gente es tan malagradecida con su pasado y con los procesos que los llevaron a estar donde están (sin que esto necesariamente implique un lugar importante) que son capaces de ningunear a los que actualmente están pasando por esos procesos.

Podría pensarse que es así en todos lados. Y sí, definitivamente lo es. El fondo es el mismo, pero es la forma la que cambia y la que marca la diferencia entre un jefe y un líder. Puedo presumir que he tenido de los dos y que en definitiva hoy sé que es lo que no quiero hacer cuando tenga gente a mi cargo en algún trabajo.

¡Quítense la máscara gente! Porque antes de ser los mandamás de alguna empresa, marca o agencia, fueron gente que empezó picando piedra como la mayoría y que, teniendo como mayor referencia su propio nombre, fueron subiendo poco a poco apoyados tanto por su esfuerzo como por un buen líder.

Dar la espalda a tu pasado es joder tu futuro. Es morder la mano que te dio de comer. El tiempo y el karma se encargan de poner todo donde debe estar. Procuremos estar con la conciencia tranquila.

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